29 abr 2014

Sentar la cabeza

Tuve un amigo, al que perdí hace años ya, que siempre que me veía, ya casado y con tres hijos –él–, no paraba de decirme que "tenía que sentar la cabeza" –yo–. Nunca le hice ni puñetero caso, porque aunque me lo dijera muy serio, mientras mandaba a sus hijos adolescentes a dormir, en el mes de agosto y en una playa estupenda con un ambientazo siempre prometedor, me acordaba de cuando él y yo dejábamos a unas medio novietas y nos íbamos "por ahí" hasta que hoy se convertía en ayer… Sentar la cabeza. Cuando volvía de comer la paella, que siempre hacia él y siempre los domingos, le daba vueltas al asunto de cómo sentaría uno la cabeza. Antonio Machado decía que una manera muy española de sentar la cabeza era casarse con una señora de gran fortuna, cosa que no me inspiraba mucho –no por la fortuna, sino por el casarse, sabiendo como se sabe, que en el pecado está la penitencia–. Mi amigo no se refería a esa forma "tan española", viendo los resultados de cómo lo hizo él. Sentar la cabeza. ¿Será reconocer que nuestras limitaciones crecen y se consolidan? ¿Será admitir que hay no sé qué cosas, que ya no debemos hacer? ¿Qué es sentar la cabeza? 

Hacía mucho tiempo, tal vez años, que no me planteaba este asunto del asentamiento cabecil, hasta estas fechas en las que me sorprendí empinando sin problemas –y sin correr–, un estupendo catxirulo. La cometa voló alto, cautiva pero muy alto. Después, como me enseño mi padre, le mandaba cartas que llegaban sin la menor duda a su destino. Luego fijé el carrete en el suelo pedregoso y me tumbé un rato panza arriba, para ver como oscilaba contra el viento… Al rato, con la navaja que siempre me acompaña, saqué un potente panquemao, unos huevos cocidos y unas longanizas de Pascua… En un momento dado me vino a la cabeza mi amigo el sensato y lo que siempre me decía de sentar la cabeza. Y seguí sin entender el concepto. Esto de merendar en el monte con mi estupendo catxirulo bien alto y con una merendola de campeonato, ¿no será tampoco sentar la cabeza?

Llegando a mi casa había unos señores mayores –creo que algo más jóvenes que yo–, que cuando me vieron pasar con mi catxirulo enorme, comentaron: "Pues ya es mayorcito para hacer esas cosas…", mientras sacudían con ansia sus cubiletes jugando al parchís. Y entonces caí: Sentar la cabeza debe ser jugar al parchís cuando eres mayor, en lugar de empinar cosas. Creo.



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2 abr 2014

Sic transit gloria mundi

“A palomo pasado, los tiros en los pelendengues” dicen algunos cazadores con los que estoy más que de acuerdo, aplicándolo a los múltiples panegíricos dedicados a la figura de Adolfo Suárez, sobre todo de los compañeros que le apuñalaron, como a César en las escaleras del Senado Romano en los Idus de Marzo. Más que la persona de Adolfo Suárez, me fascina el personaje: camaleónico, listo, ambicioso y con grandes dosis de valentía, no sé si con algo de inconsciencia y que sin más ideología que la que iba absorbiendo por allí por donde pasaba, fue capaz de secar el mar de la dictadura con casi todos los ríos y sus afluentes que vertían en él. Desde el principio, voló tan alto, tan alto, que su visión global y de larga distancia, pudo a veces hacerle descuidar algunos detalles vestidos de camuflaje. Obsesionado como estaba por ver si alcanzaba un lejano horizonte imaginado, que aunque difícil era posible, percibió que cuanto más se acercaba, más se lo iban alejando hasta que, agotados sus rivales a fuerza de su perseverancia y su empuje imparable, logró aterrizar en él junto con todo un país a sus espaldas.

Adolfo Suárez es uno de los personajes más cinematográficos que he conocido por su historia personal primero y por la que llevó a España después, que parece sacada de un brillante guión. A estas alturas, parece imposible hacer tantas cosas y tan enormes, en tan poco tiempo. En apenas cuatro años y medio, le dio la vuelta  como a un calcetín, a un país en estado de posguerra para la inmensa mayoría, en otro bien distinto en un proceso que se convirtió, hasta para Mao Tsé Tung, en ejemplo de una transición incruenta, inteligente y rápida. Un poco, y salvando todas las distancias habidas y por haber, fue como la vida del Jesús de Nazaret: treinta años de vida privada y tan solo tres de vida pública en los que cambió el mundo. Adolfo Suárez hizo lo mismo, pero con cuarenta y cuatro años cuando fue nombrado Presidente, por designación de un rey que juró, quiero creer que avergonzado y obligado, los Principios del Movimiento Nacional, a la vez que el rompimiento de la línea dinástica de la Monarquía española, dando un real portazo y definitivo a su padre.

Suárez, corredor de fondo durante cuarenta y cuatro años, se convierte de repente en un extraordinario esprínter, que gana toda carrera que se le pone por delante con tal impulso, que al final se pasó de la meta. Su error: intentar seguir en la alta competición dando traspiés, sin equipo, ni patrocinador real.

De todo lo visto y revisto en las televisiones sobre las honras fúnebres del Presidente Suárez, me produjo algún que otro escalofrío ver su discreto ataúd entrado en el Congreso a hombros por militares, los que le sacaron sin tantos honores y sin ninguna consideración de ese mismo lugar.  Es cierto que desde la distancia y con el paso de los años, las perspectivas cambian y por eso, después de mucho leer y releer, me quedo con una novela magnífica de Manuel Vicent, publicada en Diciembre de 2012 que entre la realidad y la ficción describe perfectamente algo casi imposible ni tan siquiera de imaginar: cómo la maldita enfermedad cruel y despiadada, ha convertido la mente de Adolfo Suárez en una espesa y densa niebla desorientadora. En “El azar de la mujer rubia”, que así se llama la novela de Vicent, es apasionante los retazos de claridad en los que, entre otros personajes, aparece Carmen Díez de Rivera e Icaza, figura decisiva e imprescindible en la trayectoria más pública de Suárez que ocupó un papel tan indispensable como prudente y discreto, desde que Suárez fue nombrado Director General de TVE, hasta que decidió presentarse a las elecciones con UCD, momento en el que desapareció voluntariamente. Los amantes de nuestra Historia reciente, no pueden perderse este brillante ejercicio de pasear con Adolfo Suárez por “el bosque lácteo de su memoria”, como magistralmente lo define Manuel Vicent.



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