2 abr 2014

Sic transit gloria mundi

“A palomo pasado, los tiros en los pelendengues” dicen algunos cazadores con los que estoy más que de acuerdo, aplicándolo a los múltiples panegíricos dedicados a la figura de Adolfo Suárez, sobre todo de los compañeros que le apuñalaron, como a César en las escaleras del Senado Romano en los Idus de Marzo. Más que la persona de Adolfo Suárez, me fascina el personaje: camaleónico, listo, ambicioso y con grandes dosis de valentía, no sé si con algo de inconsciencia y que sin más ideología que la que iba absorbiendo por allí por donde pasaba, fue capaz de secar el mar de la dictadura con casi todos los ríos y sus afluentes que vertían en él. Desde el principio, voló tan alto, tan alto, que su visión global y de larga distancia, pudo a veces hacerle descuidar algunos detalles vestidos de camuflaje. Obsesionado como estaba por ver si alcanzaba un lejano horizonte imaginado, que aunque difícil era posible, percibió que cuanto más se acercaba, más se lo iban alejando hasta que, agotados sus rivales a fuerza de su perseverancia y su empuje imparable, logró aterrizar en él junto con todo un país a sus espaldas.

Adolfo Suárez es uno de los personajes más cinematográficos que he conocido por su historia personal primero y por la que llevó a España después, que parece sacada de un brillante guión. A estas alturas, parece imposible hacer tantas cosas y tan enormes, en tan poco tiempo. En apenas cuatro años y medio, le dio la vuelta  como a un calcetín, a un país en estado de posguerra para la inmensa mayoría, en otro bien distinto en un proceso que se convirtió, hasta para Mao Tsé Tung, en ejemplo de una transición incruenta, inteligente y rápida. Un poco, y salvando todas las distancias habidas y por haber, fue como la vida del Jesús de Nazaret: treinta años de vida privada y tan solo tres de vida pública en los que cambió el mundo. Adolfo Suárez hizo lo mismo, pero con cuarenta y cuatro años cuando fue nombrado Presidente, por designación de un rey que juró, quiero creer que avergonzado y obligado, los Principios del Movimiento Nacional, a la vez que el rompimiento de la línea dinástica de la Monarquía española, dando un real portazo y definitivo a su padre.

Suárez, corredor de fondo durante cuarenta y cuatro años, se convierte de repente en un extraordinario esprínter, que gana toda carrera que se le pone por delante con tal impulso, que al final se pasó de la meta. Su error: intentar seguir en la alta competición dando traspiés, sin equipo, ni patrocinador real.

De todo lo visto y revisto en las televisiones sobre las honras fúnebres del Presidente Suárez, me produjo algún que otro escalofrío ver su discreto ataúd entrado en el Congreso a hombros por militares, los que le sacaron sin tantos honores y sin ninguna consideración de ese mismo lugar.  Es cierto que desde la distancia y con el paso de los años, las perspectivas cambian y por eso, después de mucho leer y releer, me quedo con una novela magnífica de Manuel Vicent, publicada en Diciembre de 2012 que entre la realidad y la ficción describe perfectamente algo casi imposible ni tan siquiera de imaginar: cómo la maldita enfermedad cruel y despiadada, ha convertido la mente de Adolfo Suárez en una espesa y densa niebla desorientadora. En “El azar de la mujer rubia”, que así se llama la novela de Vicent, es apasionante los retazos de claridad en los que, entre otros personajes, aparece Carmen Díez de Rivera e Icaza, figura decisiva e imprescindible en la trayectoria más pública de Suárez que ocupó un papel tan indispensable como prudente y discreto, desde que Suárez fue nombrado Director General de TVE, hasta que decidió presentarse a las elecciones con UCD, momento en el que desapareció voluntariamente. Los amantes de nuestra Historia reciente, no pueden perderse este brillante ejercicio de pasear con Adolfo Suárez por “el bosque lácteo de su memoria”, como magistralmente lo define Manuel Vicent.



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