Hay personas en la cúpula de la Iglesia Católica, que manifiestan públicamente que “nadie se puede bajar de su cruz”, y otros que expresan que es más difícil y duro beber del cáliz del ostracismo y de la pérdida del poder, que mantenerse “hasta que la muerte les separe de su cargo”.
Pietro Angeleri di Murrone, Celestino V, fue el último Papa en renunciar en 1294, tras tan sólo cinco meses, setecientos diecinueve años sin que ningún otro Pontífice lo hiciera hasta Benedicto XVI. Se puede pensar como se quiera, pero hay que echarle valor para tomar ésta decisión, dentro de una estructura tan rígida en sus formas, como lo es la Iglesia Católica.
No olvidemos que el papado es un cargo electo por personas, Espíritu Santo aparte, como lo son, salvando todas las distancias y dicho desde el respeto: el Presidente del Gobierno, los Ministros y así progresivamente, todos los cargos hasta el último concejal del más humilde de los pueblos.
Y El Papa renuncia, con cerca de mil trescientos millones de feligreses y aquí, es un poner, con once millones de votos, no se van ni con agua caliente…
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