1 ago 2013

La diplomática

Hacia muchísimo calor como corresponde a las fecha en que estamos y que, además, es un tema muy socorrido para las conversaciones de ascensor, para la cola del súper o para cuando te cruzas con vecinos que a pesar de los años apenas conoces. Tal vez por este exceso del mercurio y por el aire acondicionado, el centro de salud, o sea, el ambulatorio de toda la vida, que se ve que recortan prestaciones pero aumentan los nombres, estaba como las puertas y aledaños de un estadio de fútbol antes de un encuentro de máxima rivalidad en primera división.

Las enfermeras, de vez en cuando, se asomaban a la puerta de sus respectivas consultas y recitaban un rosario de nombres para marcar el orden de entrada. Me llamó la atención que menos del cincuenta por ciento respondía -pude calcular los porcentajes, porque hacía más de una hora que había pasado mi cita previa y estaban nominando a personas que estaban hora y media antes que yo-. Una de mis teorías, seguramente partiendo de una hipótesis equivocada, es que el personal acudía al ambulatorio, se refrescaba un ratito y luego seguía a su marcha, a enfrentarse al caloruzo con el frescor puesto momentáneamente, hasta llegar a otro establecimiento donde pudiese refrescarse, sin tener que consumir/comprar nada y poder estar cómodamente sentado.

Me estaba entrando una potente modorra, cuando salió un señor con un papel en la mano y se dirigió al mostrador de información. Cuchicheó algo a la administrativa de bata blanca, o a la enfermera-administrativa. Intercambiaron palabras por lo bajini, mientras el hombre miraba constantemente a derecha e izquierda. Se ve que la del mostrador le dijo que esperase un poco mientras hacía unas consultas por teléfono y mira por dónde, el caballero se sentó a mi lado. Yo estaba cabeceando de nuevo con ese sueño facilón del aburrimiento que da el saber que ésa es tu gestión en todo lo que resta del día, bueno eso y la farmacia, por si te recetan un genérico de esos que ni se parecen al que estás acostumbrado, ni en nombre, ni en formato, ni tan siquiera en los colorines que a veces van muy bien como regla mnemotécnica. 

Pues estaba, como digo, dejándome llevar por los brazos de Morfeo, cuando me sobresaltó la voz aguda de la señorita del mostrador que decía, se lo prometo: “-¡A ver, el señor de la disfunción eréctil que ha pedido hora para el Urólogo…!”. El murmullo habitual se convirtió en el mismo silencio que se produce en las películas de vaqueros, cuando entra en el Saloon un forastero con el revólver ladeado y el Stetson caído sobre las cejas. Igual que en la escena de la peli, el personal dejó de jugar con sus SIP, los folios de las recetas y las carteritas de plástico que dan en algunas farmacias para llevar ambas cosas, como lo hacían en el Saloon con las cartas, los dólares en forma de torre y los vasitos de güisqui.

Yo sabía que el llamado por la diplomática del mostrador era el que había ocupado la silla a mi lado, que estaba como la Venus de Milo, pero con brazos. La diplomática volvió a insistir con lo mismo, como si vendiera ajos -que me los quitan de las manos- en un mercado ambulante: -“¡El de la consulta del Urólogo para la disfunción eréctil!”. Las señoras miraban a los señores, los señores nos mirábamos entre nosotros, pero nadie dio el paso al frente. En ese momento se abrió la puerta de una consulta y dijeron mi nombre, por suerte estaba lo más distante del mostrador de la diplomática… Al salir, el hombre que fue a hacer la consulta por lo bajini, seguía sentado. Tal vez esperando a quedarse sólo o a salir mezclado entre todos si cerraban y había que despejar…




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