5 sept 2013

Mirando la punta del dedo

Ya no sé el tiempo, tal vez ocho o nueve meses, que estalló el llamado Caso Bárcenas y que, como una bola de nieve, ha ido creciendo y creciendo arrasando todo lo que se pone a su paso.

No había visto, oído ni leído tantos editoriales, artículos de fondo, de opinión, portadas incluso, junto con espacios informativos, tertulias, magacines, o late nigth, que no dediquen una buena parte, si no todo su tiempo, a un delincuente de tan poca monta. De poca monta porque no es más que un ladrón al que le han pillado con las manos en la masa y en la casa que estaba robando. No por las enormes cantidades que ha movido.

Otra cosa es que la casa donde le han sorprendido, y en la que servía, sea de una familia bien, de los de toda la vida y que tal vez por su opulencia no es la primera vez que tienen en el personal del servicio personas de dedos largos y bolsillos sin fondo. Cuando ya hace años empezaron a beberse el servicio los licores de los señores, lo dejaron pasar. Luego los puros desaparecían a puñados. Más tarde los ceniceros de plata y la cubertería… Una tarde, al llegar uno de los señores de una cacería, pilló al mayordomo con una furgoneta llevándose unos valiosísimos cuadros de la escuela flamenca. Y ahí ya sí que se pusieron duros, pero por los años de servicio del empleado, no lo despidieron de inmediato, ni lo denunciaron. Alertados por el suceso que corrió como la pólvora por las cercanías, la policía se preocupó por el asunto, pero en la casa le quitaron hierro.

La familia cambió al mayordomo, pero a los pocos meses la desaparición de objetos y hasta de joyas y dinero en metálico, volvieron a producirse. Tras ligeras averiguaciones, se dieron cuenta que era el propio administrador que cómplice con el servicio, organizaba los robos. De nuevo no dijeron nada a la policía y pusieron a otro administrador y, por una compasión mal entendida, dejaron al administrador en otras funciones sin despedirlo.

Esta situación se volvió a reproducir exactamente igual hasta que a la tercera administradora, esta vez fue una mujer la que ocupaba el cargo, que al volver de unas vacaciones vio que la casa estaba en llamas y en lo poco que se podía ver, había desaparecido hasta el papel pintado. No quisieron llamar al principio a los bomberos, porque siempre habían contado con amigos leales que les ayudarían a apagarlo, pero el fuego se extendió a otras propiedades cercanas, que estaban siendo consumidas por un fuego insaciable donde no pudieron salvar ni el retrato del abuelo gallego que ocupaba un espacio preferente en todas sus fincas. Como si del incendio de Roma se tratase, las llamas se extendieron por todas sus propiedades y algunas casas vecinas que nada tenían que ver. De repente alguien grito: -“¡El mayordomo, por ahí va el mayordomo!” y todos abandonaron la extinción de los múltiples incendios para perseguirlo. Le alcanzaron y le metieron en la cárcel.

Todo empezó a girar en torno al empleado y nadie, mientras tanto, se preocupó de que el fuego arrasaba ya las últimas propiedades de la familia. El problema es que las llamas casi lo habían consumido todo. Lo suyo y lo ajeno. Todo estaba humeante, la gente no tenía dónde vivir, ni dónde trabajar. Pero todos estaban centrados en el empleado. Algunos señalaban el proceloso incendio que seguía devorándolo todo, pero nadie les hacía caso o, a lo sumo, se quedaban mirando la punta del dedo señalador, no el terrible incendio que nos estaba consumiendo.



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